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lunes, 15 de agosto de 2016

Pregoneros se apoderan del panorama sonoro de la ciudad

- ¡Ay, qué ricas las torticas de Morón! ¡A quilo son!

Tomado de Juventud Rebelde/Ciro Bianchi

Vuelve el pregón a apoderarse del panorama sonoro de la ciudad. Aunque nunca desapareció del todo, perdió presencia a lo largo de las últimas décadas, al punto de que en 1978 un eminente estudioso lo conceptuaba ya como «una reliquia folklórica».

La venta ambulante parecía centrarse entonces sobre todo en las flores. Hoy, a partir de los cambios que se operan en la nación, desde las seis de la mañana hasta más allá de las ocho de la noche, vendedores de todo tipo andan y desandan las calles: heladeros, tamaleros y escoberos con una variada oferta de haraganes, trapeadores, percheros, palitos de tendedera y destupidores de inodoro, sin que falten los que ofrecen panes, mantequilla, queso crema y galletas, turrones de maní, raspadura del trapiche de Guayos, en Cabaiguán, y cremitas de leche, traídas de Camagüey, vocea el vendedor, lo que tal vez no sea verdad. Los floreros aparecen mayormente los domingos.



Hay quienes, entre otras propuestas, reparan cocinas de gas y de keroseno, los que ponen fondo a un mueble desvencijado y los que aseguran que echan a andar un ventilador aunque sea de palo. Diligentes, andan también las calles los compradores de botellas, frascos vacíos de perfume, relojes rusos rotos, lavadoras Aurika, refrigeradores chinos, anden o no anden…

Todas las tardes, en el Lawton de mi infancia, pasaba un hombre ya muy entrado en años que vendía torticas de Morón. Todavía lo recuerdo. Decía: «¡Ay, qué ricas las torticas de Morón! ¡A quilo son! ¡Ay, qué ricas las torticas de Morón! ¡Son tentación!». Transportaba las torticas y otros dulces en una caja rectangular cuyos cristales, muy limpios, dejaban ver y hacían más apetitosa la mercancía. Era una vitrina portátil que llevaba en la cabeza y que en el momento de la venta apoyaba en unas patas que se abrían y que llevaba enganchadas en uno de sus brazos.

Hoy, temprano en la mañana y otra vez a la caída de la tarde, pasa el panadero. «El pan de flauta, pan, pan, ¡panadero!». Baja o alza la voz, la hace más aguda o grave, con impulsos y silencios, el galletero de por las tardes: «¡El paquete de galletas!, con sabor a mantequilla… ¡Y el turrón de maní!». Repite satisfecho al haber encontrado el tono deseado para su reclamo, y que a veces es coreado por un grupo de niños.

Aparecen a media mañana los vianderos: habichuelas, aguacates, plátanos burros y machos, malanga, calabaza, frijoles negros y blancos. Trabajan en pareja, uno por una acera, y otro, por la otra, y entablan de lado a lado un diálogo inarmónico y descompasado que, cuando escasea el cliente, lleva a pensar que uno vende y el otro vendedor compra.

Viene el tamalero: «¡Buen sabor! ¡Buen tamaño los tamales!». Llega otro con su «¡Bicarbonato, que me voy!». Y un día sí y otro también, con puntualidad absoluta, el vendedor de cloro. Es la suya una fidelidad tal que el escribidor ha llegado a preguntarse para qué se necesita tanto cloro en el reparto. Pregona el sujeto: «¡Cloro, cloro, cloro! Lo limpia todo, ¡hasta la conciencia!».

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